Rasguños en las fresas
han retorcido mi curiosidad,
dejándome seca.
Las farolas tintinean,
y en las calles traviesas
cambian las pisadas.
En las puertas, las maderas,
tan rojas como abiertas,
solo te llaman a entrar.
El rojerdor abruma mis manos,
y, cuando calzo mis zapatos,
mis llaves se asustan y me arrastran.
Fuera, cuatro esquinas más allá,
lejos de donde los ojos brillantes
nos enseñaron a ser ciegos,
la noche aguarda llena de luces,
y la música, la música...
la música te encandila y nos atrapa.
Y cuando el tiempo ya se había detenido,
y las risas eran tan intensas
que nos vaciaban el corazón...
nuestras voces hablaban como niños,
mientras recordábamos en las miradas
todo lo que nos llenaba de ilusión.
El reloj cruzaba por la sala
como algo trascendental.
Nadie atendía la carrera de sus manecillas.
Hasta que llegaron las 12,
y nuestros sentidos se llenaron
en aquellas campanadas.
El ultimátum, que en un nuevo amanecer
nos llenaba de miedo, de curiosidad,
y alentaba con esperanza nuestras almas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario